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jueves, 9 de diciembre de 2010
miércoles, 19 de mayo de 2010
El concurso de blogs
Felicitaciones a todos los que intentaron participar!!!
El equipo de las chicas llegó a buen puerto y logró elaborar un blog muy personal.
Mientras cruzamos los dedos para que ganen, los invitamos a que lo vean:
http://blogs.educared.org/certameninternacional/2291/
Pueden dejar ahí o acá sus comentarios, les recomiendo el videíto que armaron con una historia de chusmeríos de barrio :)
El equipo de las chicas llegó a buen puerto y logró elaborar un blog muy personal.
Mientras cruzamos los dedos para que ganen, los invitamos a que lo vean:
http://blogs.educared.org/certameninternacional/2291/
Pueden dejar ahí o acá sus comentarios, les recomiendo el videíto que armaron con una historia de chusmeríos de barrio :)
domingo, 18 de abril de 2010
Para el concurso
A los chicos que van a participar en el concurso les digo que paseen por estos links para que vean los blogs ganadores de otros años.
¡Y a estimularse para ir por el premio mayor!
Un blog de noticias con humor, clickeá aquí
Un blog sobre el cambio climático, fue ganador del tercer premio 2008, clickeá aquí
Un blog sobre electrónica, también ganador del tercer premio, clickeá aquí
(Te recomiendo que mires en este blog el "acerca de", para ver el esfuerzo de los chicos en su realización)
Y, de ahora en más, vayan a la página del Concurso (que está en este mismo blog, al lado de la principal) que ahí iré colgando todo para los participantes!!!
Chicos!!!! Ya están todos registrados! Si algunos no recibieron la contraseña, haganmelo saber!!!!
¡Y a estimularse para ir por el premio mayor!
Un blog de noticias con humor, clickeá aquí
Un blog sobre el cambio climático, fue ganador del tercer premio 2008, clickeá aquí
Un blog sobre electrónica, también ganador del tercer premio, clickeá aquí
(Te recomiendo que mires en este blog el "acerca de", para ver el esfuerzo de los chicos en su realización)
Y, de ahora en más, vayan a la página del Concurso (que está en este mismo blog, al lado de la principal) que ahí iré colgando todo para los participantes!!!
Chicos!!!! Ya están todos registrados! Si algunos no recibieron la contraseña, haganmelo saber!!!!
viernes, 9 de abril de 2010
Un cuento triste
Le dedico a Dai P. este bello cuento de Andersen porque sé cuánto le emociona.
Y, parafraseando a Dolina, a todos los hombres y mujeres sensibles:
Y, parafraseando a Dolina, a todos los hombres y mujeres sensibles:
jueves, 25 de marzo de 2010
24 de marzo de 1976, una fecha para no olvidar
Durante la semana recordamos los tristes e infames sucesos de la Dictadura militar.
Leímos la carta que Rodolfo Walsh le escribió a la Junta y que el día en que lo mataron estaba repartiendo en buzones en San Juan y Entre Ríos, ciudad de Buenos Aires.
A partir de ella, muy pronto estarán las reflexiones de los chicos de hoy
Mientras tanto, una de las canciones, entre tantas, que la Dictadura censuró:
Leímos la carta que Rodolfo Walsh le escribió a la Junta y que el día en que lo mataron estaba repartiendo en buzones en San Juan y Entre Ríos, ciudad de Buenos Aires.
A partir de ella, muy pronto estarán las reflexiones de los chicos de hoy
Mientras tanto, una de las canciones, entre tantas, que la Dictadura censuró:
viernes, 12 de marzo de 2010
¡¡¡Bienvenidos cursos 2010!!!
Hola, chicos!!!!!
Acaba de terminar nuestra primera semana de clases del 2010 y sobrevivimos todos!!!!
Vi muchas, muchas caras viejas, muchos remixados y caritas nuevas y por conocer...
A todos les doy la bienvenida!!!
Recuerden, o sepan, que este sitio es para ustedes. Aquí podrán expresarse, siempre que lo hagan con buena onda y respeto, con absoluta libertad, exponiendo con franqueza todas sus opiniones.
La idea es brindarles un espacio en el que, además de facilitarles herramientas de Prácticas del Lenguaje como los cuentos o info útil de la materia, podrán colgar sus textos, cuentos, canciones, chistes, lo que quieran y compartir con otros sus opiniones, dejar comentarios, etc., etc.
Lo único que les pido es que por una cuestión de seguridad, incluso se los recomiendo para todas sus navegaciones por Internet, no den datos específicos de ustedes y utilicen seudónimos o nicks. Ya en los cursos podrán develar quién es quién aquí.
Bueno, no hablo más. Les dejo este lugar que es para que ustedes disfruten y compartan entre sí.
A ponerse las pilas y escribir, comentar, hacerse seguidor, etc., etc.
Espero que tengamos un lindo año,
la profe Verónica
lunes, 16 de noviembre de 2009
Tus dos luceros

tus dos luceros
son los primeros que vi y me cautivaron,
tus dos luceros
son los que me llevaron a decirte que te quiero,
tus dos luceros
son los que me llevaron a decirte que si,
tus dos luceros
son los que me llevaron a decirte que te amo,
tus dos luceros
son lo que me guiaron hacia ti,
tus dos luceros
son los que me llevaron a decirte perdon,
pero tus dos luceros
son los que hicieron llorar al sol
Hulk
lunes, 24 de agosto de 2009
Otro poema para vos en esta tarde de amor
Cada vez que te veo
cambia mi forma de ser
cada vez que pienso,
pienso
que es por ti que me vuelvo loco,
que es por ti que no sé quién soy,
pero lo que sí sé
es que existo
y existo por vos
porque te quiero
porque te extraño
porque te amo
cambia mi forma de ser
cada vez que pienso,
pienso
que es por ti que me vuelvo loco,
que es por ti que no sé quién soy,
pero lo que sí sé
es que existo
y existo por vos
porque te quiero
porque te extraño
porque te amo
Hulk
martes, 2 de junio de 2009
Un poema de amor en esta tarde fría
miércoles, 27 de mayo de 2009
Se animan a jugar con el lenguaje y lo hacen maravilosamente
¡Bravo! ¡¡Siguen llegando producciones de ustedes!! Mis felicitaciones a todos los que se animan a compartir sus cosas
¿A ver si se dan cuenta de cuáles son las letras que faltan..?
Unas vacaciones con tiste final
Había dos letas que iban de paseo a a del Plata. Se fueon en mico y el viaje duó doce hoas. Cuando llegaon fueon a alquila la casa y fueon a deja las cosas. De ahí se fueon a la playa y se metieon al agua a nada. Cuando salieon fueon a compa comida y algo paa el día siguiente.
En vez de come en la casa fueon a come a un estoante.
Al oto día fueon al cento a compa opa y luego al cine, después de tes hoas fueon a la casa a deja las cosas que habían compado y después a la playa.
Una leta se metió muy a lo hondo y se ahogó y la ota letal loaba poque había pedido a la maido a quien tanto amaba y quiso esta con él.
¿A ver si se dan cuenta de cuáles son las letras que faltan..?
La profe
Unas vacaciones con tiste final
Había dos letas que iban de paseo a a del Plata. Se fueon en mico y el viaje duó doce hoas. Cuando llegaon fueon a alquila la casa y fueon a deja las cosas. De ahí se fueon a la playa y se metieon al agua a nada. Cuando salieon fueon a compa comida y algo paa el día siguiente.
En vez de come en la casa fueon a come a un estoante.
Al oto día fueon al cento a compa opa y luego al cine, después de tes hoas fueon a la casa a deja las cosas que habían compado y después a la playa.
Una leta se metió muy a lo hondo y se ahogó y la ota letal loaba poque había pedido a la maido a quien tanto amaba y quiso esta con él.
Lucas y Chula
¿Dobl p´rdida?
La sgunda ltra d las vocales no quiso sr más vocal y s fu tranquila de viaj. Las dmás vocals stán trists porqu falta una d llas. La ltra “i” stá dssprada y n cualquir momnto tambi´n s quir ir, porqu simpr stuvo al lado d lla y la xtraña mucho. Ahora las vocals somos cuatro pro tmmos qu la ltra “i” tambi´n nos abandon como lo hizo la otra.
Somos trs qu stamos muy procupadas, n cuanto nos dscudmos s rá.
La sgunda ltra d las vocales no quiso sr más vocal y s fu tranquila de viaj. Las dmás vocals stán trists porqu falta una d llas. La ltra “i” stá dssprada y n cualquir momnto tambi´n s quir ir, porqu simpr stuvo al lado d lla y la xtraña mucho. Ahora las vocals somos cuatro pro tmmos qu la ltra “i” tambi´n nos abandon como lo hizo la otra.
Somos trs qu stamos muy procupadas, n cuanto nos dscudmos s rá.
Anto, Dai y Mica
La letra "n" se fue de viaje
U día había ua letra qye se iba de viaje a Fracia, e el avió de las doce.
En el avió ecotró un fajo de diero.
Llegó a Fracia ta coteta de ecotrarse tata plata que fue del bigo directamete al Casio. Tres horas después salió del Casio si su diero y o la dejaro etrar más y se fue muy triste ya que o pudo recuperar el diero.
Y vovlvió mal a su país atal, el Abecedario.
U día había ua letra qye se iba de viaje a Fracia, e el avió de las doce.
En el avió ecotró un fajo de diero.
Llegó a Fracia ta coteta de ecotrarse tata plata que fue del bigo directamete al Casio. Tres horas después salió del Casio si su diero y o la dejaro etrar más y se fue muy triste ya que o pudo recuperar el diero.
Y vovlvió mal a su país atal, el Abecedario.
Luca y Matías
El csmiento de dos querids letrs
Hoy les informaos que hemos perdido por un tiempo dos querids letrs por cus de un notici muy inesperd: el csmientod e ells que se festejr´ hoy ls 20,30 hors en el slón grnde del Municipio de ls Letrs.
Ell est´ prepr´dose en el slón de bellez, mientrs él est´ terminado su smoking. Est fue un lrg histori de mor que comenzó cuando él, disimuldmente, se puso segundo el el aecedario pr estr cerc de ell. Sí provechó pr conquistrl y que ell no esté m´s triste y solitri.
Ellos, l terminr l bod, se vn ir de acciones l Ply de ls Letrs. Tl vez cundo vuelvn trigo un nuevo integrnte. Les seguiremos informndo luego, Muchs grcis y buens trdes.
Hoy les informaos que hemos perdido por un tiempo dos querids letrs por cus de un notici muy inesperd: el csmientod e ells que se festejr´ hoy ls 20,30 hors en el slón grnde del Municipio de ls Letrs.
Ell est´ prepr´dose en el slón de bellez, mientrs él est´ terminado su smoking. Est fue un lrg histori de mor que comenzó cuando él, disimuldmente, se puso segundo el el aecedario pr estr cerc de ell. Sí provechó pr conquistrl y que ell no esté m´s triste y solitri.
Ellos, l terminr l bod, se vn ir de acciones l Ply de ls Letrs. Tl vez cundo vuelvn trigo un nuevo integrnte. Les seguiremos informndo luego, Muchs grcis y buens trdes.
MYM
L torno
Ls informaos qu un d nustrs ltrs concursnts dl torno d ptinj no s ncuntr n stos momntos porqu tuviron que vijr otros piss pr comptir contr otros quipos.
Lugo d su llgd hrmos un fstjo pr clbrr l Gtn Cop (¡o por lo mnos qu podmos volvr comunicrnos como corrspond!)
Sludmos tntmnt,
Ls trs vocls qu no prticipmos…
Ls informaos qu un d nustrs ltrs concursnts dl torno d ptinj no s ncuntr n stos momntos porqu tuviron que vijr otros piss pr comptir contr otros quipos.
Lugo d su llgd hrmos un fstjo pr clbrr l Gtn Cop (¡o por lo mnos qu podmos volvr comunicrnos como corrspond!)
Sludmos tntmnt,
Ls trs vocls qu no prticipmos…
Rocío Débora
viernes, 22 de mayo de 2009
Un relato de Cristian
martes, 19 de mayo de 2009
Un relato de Cami y Vicky
Aprovechamos un día de lluvia para hacer consignas de taller literario en el aula y ¡salieron cosas bellísimas! Imitando el estilo de Pescetti en "Sensible pérdid", aquí va el primero de los textos que comenzamos a publicar. ¡Y aún esperamos la publicación de muchos más!
Una perdida muy dolorosa.

N la hisla d las ltras ah dsaparcido una vocal! todas las ltras dsspradas la buscaban por todos lados y la ltra sguia sin aparcr. Ya la ltra H, no hablaba ni s pronunciaba, La ltra A, gritaba por todos lados muy dsspradamnt: Nadi ncuntra la sgunda d las vocals !
Con muchisimo dolor n l alma d cada ltra. Si alguin la v porfavor avisnnos... Muchas gracias !

N la hisla d las ltras ah dsaparcido una vocal! todas las ltras dsspradas la buscaban por todos lados y la ltra sguia sin aparcr. Ya la ltra H, no hablaba ni s pronunciaba, La ltra A, gritaba por todos lados muy dsspradamnt: Nadi ncuntra la sgunda d las vocals !
Con muchisimo dolor n l alma d cada ltra. Si alguin la v porfavor avisnnos... Muchas gracias !
Cami y Vicky
lunes, 11 de mayo de 2009
La galera, de Mujica Láinez

Acá les posteo el cuento completo de "La galera", tengan en cuenta que en la Antología de clase tienen una versión de este cuento. He aquí el original, que es un poco más extenso.
La galera
1803
¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires; y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan, en verdad, a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres; pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobres las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén revueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires, la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de correos; y si es menester, irá hasta la propia virreina Del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud; más su desconfianza se deshace pronto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en un rincón; al pecho, el escudo de bronce con las armas reales; apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las valijas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante, puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postigotes mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros; de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre… Se confunden los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafiaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente…. Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas; y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar.
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones, las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cocidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago, y la casa de la calle de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y, ahora a ella, le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
El galope… el galope… el galope…. Junto a la portezuela traqueteante, baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio. Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchado el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche, reanudan la marcha.
El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco. Arrecifes… Areco… Luján… Ya falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo; brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella, se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera, ¿cómo es posible…?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas; y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá, el fraile reza con las palmas juntas; y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso; más sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora, estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde los separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche, cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno, y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.
La galera
1803
¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires; y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan, en verdad, a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres; pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobres las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén revueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires, la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de correos; y si es menester, irá hasta la propia virreina Del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud; más su desconfianza se deshace pronto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en un rincón; al pecho, el escudo de bronce con las armas reales; apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las valijas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante, puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postigotes mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros; de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre… Se confunden los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafiaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente…. Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas; y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar.
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones, las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cocidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago, y la casa de la calle de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y, ahora a ella, le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
El galope… el galope… el galope…. Junto a la portezuela traqueteante, baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio. Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchado el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche, reanudan la marcha.
El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco. Arrecifes… Areco… Luján… Ya falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo; brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella, se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera, ¿cómo es posible…?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas; y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá, el fraile reza con las palmas juntas; y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso; más sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora, estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde los separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche, cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno, y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.
Manuel Mujica Láinez, en "Misteriosa Buenos Aires" (Sudamericana, 1998)
Para conocer más de Mujica Láinez:
http://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Mujica_Láinez
http://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Mujica_Láinez
Si quieren saber más sobre cómo era la galera en la que viajaba Catalina y sobre los medios de transportes y cómo fueron evolucionando (y enterarse de cómo la galera es algo así como el primer colectivo), hagan click aquí
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Antología 2009 de segundo año - parte 1,
Mujica Láinez
viernes, 8 de mayo de 2009
Aplastamiento de las gotas, de Julio Cortázar
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Si querès escuchar como el mismísimo Cortázar leía este relato que acabas de leer, haz clik en:
http://www.youtube.com/watch?v=R52iNrFKUSw
Para leer más de y sobre Cortázar:
http://www.juliocortazar.com.ar/
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/jc.htm
http://www.literatura.org/Cortazar/Cortazar.html
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/cortazar/home.htm
¡¡Y en Internet hay miles de sitios más sobre Cortázar, que incluyen voz, video y textos!!
Videos donde aparece Julio Cortázar
http://www.youtube.com/watch?v=yS14T8ObSew
http://video.google.com/videoplay?docid=-3562250863327291954
Si querès escuchar como el mismísimo Cortázar leía este relato que acabas de leer, haz clik en:
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Antología 2009 de tercer año - parte 1,
Cortázar
Dagón, de Lovecraft
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!
Para leer más cuentos de Lovecraft
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/hpl.htm
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Narrativa/Lovecraft/index.asp
Para saber más acerca de su vida y su obra:
http://www.hplovecraft.es/
http://www.nenos.com/miedo/lovecraft.htm
http://www.educared.org.ar/biblioteca/guiadeletras/?cat=66
http://www.geocities.com/soho/cafe/1131/hpl.html
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!
Para leer más cuentos de Lovecraft
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/hpl.htm
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Narrativa/Lovecraft/index.asp
Para saber más acerca de su vida y su obra:
http://www.hplovecraft.es/
http://www.nenos.com/miedo/lovecraft.htm
http://www.educared.org.ar/biblioteca/guiadeletras/?cat=66
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Lovecraft
lunes, 27 de abril de 2009
El almohadón de plumas, de Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Horacio Quiroga
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Antología 2009 de tercer año - parte 1,
Quiroga
Los ojos de Celina, de Bernardo Kordon
En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de agua fresca. No me retiré de su lado, como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese encontrado la sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo contrario: "Ella te buscó, la sinvergüenza."Estas fueron sus palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a cada rato. Desde ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre, acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un solo peso. Siempre fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros.Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía de una vez.Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celma. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Ceima. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé de mirárselos.Paso otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en sel campo como una burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo que más me extranó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el recodo del río.Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:--Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después mellamó con un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me moviera de allí.Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino que llevó a refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y cayó al suelo. Mi madre se agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:--Ahí abajo del codo.--Mismito allí picó la yarará --dijo mi hermano.Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.--Una víbora --tartamudeó--. Había una víbora en la olla.Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como un borracho de lengua de trapo.Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre me agarró del brazo.--Eso se arregla de un solo modo --me dijo--. Vamos a hacerla correr.Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celma no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía ojos --¡qué ojos!-- para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no podía mover la lengua.Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia.Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y lo demás.Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separamos de la vieja, cuando la llevaron para siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la penitenciería se trabaja menos y se come mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna noche los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.
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Antología 2009 de tercer año - parte 1,
Kordon
¡Los de tercero tampoco se salvan de leer!
Bueno, chiquillos, ahora les llegó el turno a ustedes de ponerse a leer... ¡Así que manos a la obra y ojos al texto!
Les iré posteando aquí todo el material literario con el que iremos trabajando durante el año. Por supuesto que es mucho mejor leerlo directamente de un libro (propio, de un familiar, prestado o de una biblioteca), pero ésta es una herramienta más para que tengan una excusa menos (je).
Si les gusta mucho leer también pueden "ojear" la anología de los chicos de segundo, el blog es de todos y si ustedes no empiezan a escribir y postear cosas propias deberé seguir buscando textos para que lean...
¡¡Saludos!!
Les iré posteando aquí todo el material literario con el que iremos trabajando durante el año. Por supuesto que es mucho mejor leerlo directamente de un libro (propio, de un familiar, prestado o de una biblioteca), pero ésta es una herramienta más para que tengan una excusa menos (je).
Si les gusta mucho leer también pueden "ojear" la anología de los chicos de segundo, el blog es de todos y si ustedes no empiezan a escribir y postear cosas propias deberé seguir buscando textos para que lean...
¡¡Saludos!!
La profe
viernes, 24 de abril de 2009
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