miércoles, 27 de mayo de 2009

Se animan a jugar con el lenguaje y lo hacen maravilosamente

¡Bravo! ¡¡Siguen llegando producciones de ustedes!! Mis felicitaciones a todos los que se animan a compartir sus cosas
¿A ver si se dan cuenta de cuáles son las letras que faltan..?

La profe

Unas vacaciones con tiste final


Había dos letas que iban de paseo a a del Plata. Se fueon en mico y el viaje duó doce hoas. Cuando llegaon fueon a alquila la casa y fueon a deja las cosas. De ahí se fueon a la playa y se metieon al agua a nada. Cuando salieon fueon a compa comida y algo paa el día siguiente.
En vez de come en la casa fueon a come a un estoante.
Al oto día fueon al cento a compa opa y luego al cine, después de tes hoas fueon a la casa a deja las cosas que habían compado y después a la playa.
Una leta se metió muy a lo hondo y se ahogó y la ota letal loaba poque había pedido a la maido a quien tanto amaba y quiso esta con él.

Lucas y Chula

¿Dobl p´rdida?

La sgunda ltra d las vocales no quiso sr más vocal y s fu tranquila de viaj. Las dmás vocals stán trists porqu falta una d llas. La ltra “i” stá dssprada y n cualquir momnto tambi´n s quir ir, porqu simpr stuvo al lado d lla y la xtraña mucho. Ahora las vocals somos cuatro pro tmmos qu la ltra “i” tambi´n nos abandon como lo hizo la otra.
Somos trs qu stamos muy procupadas, n cuanto nos dscudmos s rá.
Anto, Dai y Mica

La letra "n" se fue de viaje

U día había ua letra qye se iba de viaje a Fracia, e el avió de las doce.
En el avió ecotró un fajo de diero.
Llegó a Fracia ta coteta de ecotrarse tata plata que fue del bigo directamete al Casio. Tres horas después salió del Casio si su diero y o la dejaro etrar más y se fue muy triste ya que o pudo recuperar el diero.
Y vovlvió mal a su país atal, el Abecedario.
Luca y Matías

El csmiento de dos querids letrs

Hoy les informaos que hemos perdido por un tiempo dos querids letrs por cus de un notici muy inesperd: el csmientod e ells que se festejr´ hoy ls 20,30 hors en el slón grnde del Municipio de ls Letrs.
Ell est´ prepr´dose en el slón de bellez, mientrs él est´ terminado su smoking. Est fue un lrg histori de mor que comenzó cuando él, disimuldmente, se puso segundo el el aecedario pr estr cerc de ell. Sí provechó pr conquistrl y que ell no esté m´s triste y solitri.
Ellos, l terminr l bod, se vn ir de acciones l Ply de ls Letrs. Tl vez cundo vuelvn trigo un nuevo integrnte. Les seguiremos informndo luego, Muchs grcis y buens trdes.
MYM
L torno

Ls informaos qu un d nustrs ltrs concursnts dl torno d ptinj no s ncuntr n stos momntos porqu tuviron que vijr otros piss pr comptir contr otros quipos.
Lugo d su llgd hrmos un fstjo pr clbrr l Gtn Cop (¡o por lo mnos qu podmos volvr comunicrnos como corrspond!)
Sludmos tntmnt,
Ls trs vocls qu no prticipmos…
Rocío Débora

viernes, 22 de mayo de 2009

Un relato de Cristian


La ltra prdida


Discupnos pro aqui ls informamos qu hmos prdido a una d nosotras. Ls comunicamos qu la hmos prdido n l viaj hacia Mar d Ltras, no s procupn stamos buscandola

Buno, vamos a rlajarnos n nustra sopa


Gracias por scucharnos

martes, 19 de mayo de 2009

Un relato de Cami y Vicky

Aprovechamos un día de lluvia para hacer consignas de taller literario en el aula y ¡salieron cosas bellísimas! Imitando el estilo de Pescetti en "Sensible pérdid", aquí va el primero de los textos que comenzamos a publicar. ¡Y aún esperamos la publicación de muchos más!



Una perdida muy dolorosa.

N la hisla d las ltras ah dsaparcido una vocal! todas las ltras dsspradas la buscaban por todos lados y la ltra sguia sin aparcr. Ya la ltra H, no hablaba ni s pronunciaba, La ltra A, gritaba por todos lados muy dsspradamnt: Nadi ncuntra la sgunda d las vocals !
Con muchisimo dolor n l alma d cada ltra. Si alguin la v porfavor avisnnos... Muchas gracias !


Cami y Vicky

lunes, 11 de mayo de 2009

La galera, de Mujica Láinez


Acá les posteo el cuento completo de "La galera", tengan en cuenta que en la Antología de clase tienen una versión de este cuento. He aquí el original, que es un poco más extenso.

La galera

1803

¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires; y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan, en verdad, a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres; pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobres las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén revueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires, la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de correos; y si es menester, irá hasta la propia virreina Del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud; más su desconfianza se deshace pronto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en un rincón; al pecho, el escudo de bronce con las armas reales; apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las valijas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante, puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postigotes mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros; de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre… Se confunden los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafiaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente…. Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas; y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar.
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones, las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cocidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago, y la casa de la calle de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y, ahora a ella, le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
El galope… el galope… el galope…. Junto a la portezuela traqueteante, baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio. Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchado el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche, reanudan la marcha.
El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco. Arrecifes… Areco… Luján… Ya falta poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo; brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella, se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera, ¿cómo es posible…?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas; y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá, el fraile reza con las palmas juntas; y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso; más sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora, estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde los separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche, cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno, y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.



Manuel Mujica Láinez, en "Misteriosa Buenos Aires" (Sudamericana, 1998)


Para conocer más de Mujica Láinez:
http://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Mujica_Láinez
Si quieren saber más sobre cómo era la galera en la que viajaba Catalina y sobre los medios de transportes y cómo fueron evolucionando (y enterarse de cómo la galera es algo así como el primer colectivo), hagan click aquí

viernes, 8 de mayo de 2009

Aplastamiento de las gotas, de Julio Cortázar

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

Si querès escuchar como el mismísimo Cortázar leía este relato que acabas de leer, haz clik en:
http://www.youtube.com/watch?v=R52iNrFKUSw


Para leer más de y sobre Cortázar:
http://www.juliocortazar.com.ar/
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/jc.htm
http://www.literatura.org/Cortazar/Cortazar.html
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/cortazar/home.htm

¡¡Y en Internet hay miles de sitios más sobre Cortázar, que incluyen voz, video y textos!!


Videos donde aparece Julio Cortázar
http://www.youtube.com/watch?v=yS14T8ObSew
http://video.google.com/videoplay?docid=-3562250863327291954

Dagón, de Lovecraft

Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!


Para leer más cuentos de Lovecraft
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/hpl.htm
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Narrativa/Lovecraft/index.asp

Para saber más acerca de su vida y su obra:
http://www.hplovecraft.es/
http://www.nenos.com/miedo/lovecraft.htm
http://www.educared.org.ar/biblioteca/guiadeletras/?cat=66
http://www.geocities.com/soho/cafe/1131/hpl.html